Un mundo infeliz
Nota: este artículo fue publicado originalmente en la revista “Felicidad empresarial”
“Cuerpo, alma, mente. Del cuerpo son los sentidos; del alma, los apetitos; de la mente, los principios” (Marco Aurelio, “Meditaciones”)
Desde finales del siglo XX hasta nuestros días hemos vivido el imparable ascenso de la llamada economía digital. Empresas como Google, Amazon, Facebook, Apple o Netflix se han convertido en los actores principales de esta nueva vida en la que estamos permanentemente conectados al mundo a través de dispositivos electrónicos: teléfonos móviles, tablets, televisiones, asistentes de voz, pulseras, relojes y otros muchos objetos “inteligentes” (el vocablo inglés smart como símbolo de los nuevos tiempos). Tanto es así que resulta cada vez más complicado imaginar un solo momento de nuestra cotidianidad en el que no nos acompañe algún aparato electrónico dispuesto a captar nuestra atención. Sí, nuestra atención es la divisa de referencia en esta nueva era.
Es importante resaltar que todos estos dispositivos digitales, a cambio de la ayuda (smart) que nos prestan, se convierten en pequeños “espías” que escrutan y fiscalizan (casi) todo lo que hacemos: qué objetos hemos comprado, qué webs hemos visitado, cuántos pasos hemos dado o en qué lugares hemos estado. Este narrador digital omnisciente que todo lo sabe de nosotros, no solo se dedica a recopilar y medir lo que hacemos, sino que, con la inestimable ayuda de algoritmos matemáticos, es capaz de marcarnos la pauta y, por ejemplo, sugerir dónde podemos pasar las vacaciones, qué ruta deberíamos seguir para llegar antes a nuestro trabajo o que artículos tenemos que añadir en nuestra próxima compra. La aplicación de estos algoritmos avanzados es lo que algunos expertos denominan Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence), aunque soy de los que opina que es muy discutible que estos algoritmos sean realmente inteligentes.
En todo caso, en esta era del algoritmo parece que todo se puede predecir y el dato se convierte en una suerte de elixir que todo lo cura. Algunos inclusos sostienen que gracias al uso de datos y algoritmos seremos capaces de asegurar la felicidad eterna de los seres humanos: las predicciones algorítmicas evitarán los errores, se anticiparán incluso a nuestros deseos y darán paso a una Arcadia feliz libre de fatalidad. La realidad, al menos de momento, desmiente esta utopía tecnológica ya que hay muchas facetas del cerebro humano (motor de nuestras emociones) que desconocemos y, por tanto, no es cierto que un algoritmo pueda moldear completamente nuestros deseos y hacer que seamos felices. Sí, los avances en el campo de la neurociencia son formidables, pero no lo suficiente como para proclamar que somos capaces de entender y mucho menos predecir y asegurar nuestra felicidad. Sea como fuere, resulta preocupante que muchas mentes maravillosas (ingenieras, programadores, matemáticas) estén trabajando sin descanso en empresas digitales cuya principal obsesión es la de encontrar una fórmula “artificial” de la felicidad. Ese afán de control surgido en las profundidades de Silicon Valley tiene sin duda tintes patológicos. En este sentido, si alguien desea profundizar en este mundo tecno-libertario de Silicon Valley recomiendo la lectura de “La siliconización del mundo” de Éric Sadin.
Pero ¿qué es la felicidad? Lamento decir que no tengo respuesta. De hecho, soy de los que piensa que la felicidad no existe como tal: existen, si acaso, momentos felices, al igual que existen momentos tristes o momentos repletos de dicha o de dolor. Y creo que eso es maravilloso, porque solo a partir de las emociones y de los recuerdos nos convertimos en algo más que un amasijo de huesos. Me asusta pensar que, en un futuro no muy lejano, delegaremos en unos “entes abstractos” la toma de decisiones sobre cuestiones plenamente humanas. Soy consciente de lo imperfectos que somos los seres humanos (humanos, demasiado humanos). Pero esa imperfección ha sido el motor de la filosofía, la música, la poesía, el amor y de todo aquello que hace que la vida merezca ser vivida. No creo que una vida artificial, pergeñada por algoritmos, merezca la pena. Eso no significa que abogue por una especie de ludismo digital, ya que soy practicante de la economía digital y el uso avanzado de datos. Sin embargo, si queremos que la felicidad -si es que existe- sea auténtica, hemos de sumergirla en un pozo de humanismo. Y aquí, las empresas tienen mucho que decir. Pueden ser cómplices de un mundo algorítmico y someter a sus empleados a la dictadura de los datos, es una especie de remake de Tiempos Modernos de Chaplin (con algoritmos en lugar de máquinas). O pueden, por el contrario, convertirse en motor de cambio y poner a las personas en el centro: las empresas, sostengo, deben preocuparse por las emociones de sus empleados y ofrecerles recursos para que puedan tener sus momentos de plenitud y felicidad. Esto no significa que las empresas sean las responsables de la felicidad de sus empleados: recordemos que la felicidad no existe y que en todo caso cada uno de nosotros tiene su propia fórmula de la felicidad y por tanto responsable de la misma. Pero las empresas no pueden ponerse una venda en los ojos, ignorar la infelicidad de sus empleados y fiarlo todo al dato. Me permito concluir esta reflexión con un párrafo del delicioso ensayo “La utilidad de lo inútil” de Nuccio Ordine, que nos advierte sobre las certezas absolutas (aunque estén basadas en datos).
“Quien está seguro de poseer la verdad no necesita ya buscarla, no siente ya la necesidad de dialogar, de escuchar al otro, de confrontarse de manera auténtica con la variedad de la múltiple. Solo quien ama la verdad puede buscarla de continuo. Esta es la razón por la cual la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla. Solo cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que el único modo de mantenerla siempre viva es ponerla continuamente en duda”.